Más Información
Juan Servitje Torrallardona fue uno de los catalanes que llegaron a estas tierras a principios del siglo pasado con la ilusión de crearse un presente y que terminaron forjando un futuro para su familia. Era muy trabajador, como la mayoría de los españoles que vinieron a emplearse, primero, y luego a establecer sus propios negocios. Otros ya traían sus ahorros y pusieron comercios apenas pisaron tierra mexicana.
Josefina Sendra, catalana, llegó en 1915 y también se estableció en la Ciudad de México. Tenía 23 años, provenía de un pequeño pueblo de la provincia de Barcelona y, como Juan, vino con la firme intención de buscarse una mejor vida. Ella había trabajado desde pequeña para ayudar en la economía de su casa y muchos la recuerdan como una mujer emprendedora, de personalidad fuerte y con una voluntad que podía resistir cualquier prueba. Algunos de sus familiares ya estaban establecidos en este país: uno de sus hermanos era el socio principal de La Flor de México, la pastelería en la que trabajaba Juan Servitje Torrallardona.1
FOTO: LILIANA CONTRERAS /CUARTOSCURO.COM
Las vidas de Juan y Josefina no tardarían en cruzarse. Pronto se conocieron, noviaron, se casaron y para 1918, justo el día en que se cumplía el octavo aniversario del surgimiento de la Revolución Mexicana, nació Lorenzo Juan José Servitje Sendra, el primero de cinco hijos –bueno, no el primero, el segundo, porque antes tuvo un hermano que murió prematuramente, a los cuatro años.
Los Servitje Sendra vivieron en la calle República de El Salvador, en el centro de la Ciudad de México. Aunque sin lujos, la familia gozaba de ciertas comodidades. Les alcanzaba para ir a Chapultepec o para visitar a los tíos en carruajes de caballos. Las calles empedradas y las carretas tiradas por mulas, que transportaban mercancías, son recuerdos que pervivieron en la mente de Lorenzo.
En 1926 Juan comenzó a trabajar en Pastelería Ideal, empresa hermana de la surtidora de pan de caja, y un par de años más tarde fundó la pastelería El Molino, junto con algunos socios. Doña Pepita, como le decían a Josefina Sendra, lo animó a aventurarse a poner su propio negocio.
FOTO: LILIANA CONTRERAS /CUARTOSCURO.COM
El año en que inició la Guerra Civil Española, 1936, fue un mal año para la familia Servitje. Los hermanos de Lorenzo –todos menores de ocho años– trataron de convencer a sus papás para que los dejaran poner un árbol de Navidad, igual que en casa de sus primas. Pero Juan y Josefina no veían con buenos ojos esa costumbre: ellos eran partidarios de colocar sólo un Nacimiento. En algún momento de diciembre obtuvieron el “sí” de la mamá y estaban contentos por ello. Pero una tragedia estropearía sus planes infantiles. 2
Lorenzo recién había cumplido 18 años y cursaba el primer año de la carrera de contaduría cuando, inesperadamente, murió su papá. La nana Rafaela tocó a la puerta del cuarto de Juan pero este no respondió. Entró y lo encontró tendido en la cama, sin vida. De inmediato le avisaron a Josefina, que trabajaba cerca. Al llegar a casa entró a la habitación con dos de sus hijos, Roberto y Fernando. Doña Pepita les dijo que el alma de su papá ya se había ido. Fernando, que era muy pequeño, le preguntó a su hermano Roberto: “¿Cómo se fue si estaba cerrado todo?”. Y se fueron a buscar al padre González, que estaba en una iglesia cercana. 3
El infortunio ocurrido el 15 de diciembre de 1936 marcó la vida de los Servitje. Lorenzo tuvo que dejar la universidad para ayudar a su madre en los asuntos de la pastelería. El Molino se convirtió entonces en el punto de encuentro familiar, en la cosa que debían sacar adelante juntos. Todos llegaron a cocinar pan en algún momento. Conforme fueron creciendo se fueron involucrando en la atención a los clientes, en las cobranzas o coordinando las entregas que hacían los camiones repartidores. Todos conocieron las tripas del negocio.
FOTO: ARCHIVO EL UNIVERSAL
Luego de la muerte de su padre, Lorenzo –diez años mayor que su hermano Roberto– asumió cierto rol paternal con sus hermanos. Los llevaba a la escuela, les firmaba las boletas de calificaciones. “Era quien nos daba consejos, nos regañaba, se ocupaba de nosotros los pequeños”, dice Roberto, hermano de Lorenzo. 4
En 1944 comenzó a adquirir forma el nuevo negocio. Ya estaban Lorenzo y su visión de empresa. Ese mismo año Lorenzo se casó con Carmen, hija de Daniel Montull, dueño de las fábricas de cerillos La Imperial y La Central. Los socios de la empresa aún sin nombre estuvieron a punto de comprar un terreno de unos mil ochocientos metros cuadrados para instalar el negocio, pero el suegro de Lorenzo les ofreció un terreno de diez mil metros en la colonia Santa María Insurgentes. “Me lo pagan de poco a poco”, les dijo. 5
El 2 de diciembre de 1945 nació Panificadora Bimbo en el local que les había facilitado Daniel Montull. Con 34 trabajadores, diez camiones y cuatro productos –Pan Grande, Pan Chico, Pan Negro y Pan Tostado– se lanzaron a conquistar el mercado de la Ciudad de México. Esa era su ambición: que los capitalinos compraran Súper-Pan –lo que ahora se conoce como Pan Bimbo–. El famoso Osito, emblema de la compañía, apareció impreso en las envolturas de celofán de esos primeros productos.
FOTO: ARCHIVO EL UNIVERSAL
Lorenzo lo había logrado. Apostó por el pan y consiguió, a los 27 años, fundar su propio negocio. Jamás imaginó que Bimbo se convertiría en una de las empresas con más poder económico del país.
Don Lorenzo y su esposa Carmen procrearían 8 hijos, 24 nietos y 50 bisnietos, y serían una de las familias que más han aportado a la vida pública de este país.
NOTA: EMPRESARIOS Y POLÍTICOS ASISTEN AL FUNERAL DE LORENZO SERVITJE
* Este texto está basado en la investigación de Salvador Frausto sobre la familia de Lorenzo Servitje, publicada en el libro “Los amos de México” (Editorial Planeta, 2007)
REFERENCIAS:
1. Roberto Servitje, Op. Cit, Pag. V
2. Roberto Servitje, Op Cit. Pag. XV-XVI.
3. Roberto Servitje, Op Cit. Pag. X.
4. Sara Pantoja e Ivonne Barcha, entrevista a Roberto Servitje, Revista Líderes Mexicanos, agosto, 2003.
5. Roberto Servitje, Op Cit. Pag. 17.
SILVIA CHEREM, TESTIGO DE LA VIDA DE DON LORENZO
Texto: Francis Guindi
FOTO: ARCHIVO EL UNIVERSAL
Tuvimos una entrevista con Silvia Cherem, escritora, Premio Nacional de Periodismo 2005. Autora de: “Al grano. Vida y visión de los fundadores de Bimbo” (Editorial Planeta 2016) y “100 rebanadas de sabiduría empresarial: consejos que escuché de Lorenzo Servitje, fundador de Bimbo” (Editorial Planeta 2016), entre otros diversos títulos publicados. Silvia fue amiga y biógrafa del fallecido empresario y nos comparte, en exclusiva, su camino con él, sus anécdotas más significativas y también algunos de los malos momentos que pasaron juntos.
¿Quién era para ti Don Lorenzo?
Un ser excepcional, congruente y generoso. Era un soñador con enorme voluntad de trabajo y visión, un hombre osado que sabía asumir riesgos, un trabajador incansable que sabía delegar y formar equipos. Era analítico e inquieto, un hombre informado que sabía distinguir fuentes de información privilegiadas, y convertir en amigos y colaboradores a la gente de la que podía aprender. Quizá lo más importante es que nunca se creyó su éxito, al contrario, siempre estaba en búsqueda de las debilidades, deseoso de mejorar.
Por su claridad de pensamiento, por su férrea disciplina que predicaba con el ejemplo, por su sencillez y austeridad, sobre todo por su compromiso con la responsabilidad social, incidió de manera profunda en mi existencia y en la de mi familia. Decía que cualquier persona desea tener modelos, figuras tutoriales de quienes aprender y justamente eso representó para mí: un modelo de vida durante los últimos veinte años en los que tuve la suerte de coincidir con él.
¿Cómo se fortaleció la amistad para que te convirtieras en su biógrafa?
Lo conocí en 1997 y tuvieron que pasar muchos años para que se fuera dando un espacio de confianza. Nos separaban varias generaciones y un abismo en torno a religión y visión de mundo: yo soy mujer, judía, liberal y por edad podría ser su nieta; él era progresista en su visión de mundo, pero conservador en sus valores, muy cercano a Dios y desde que murió su mujer a diario iba a misa.
Sin embargo, con el paso del tiempo logramos un espacio de apertura, cercanía, respeto y cariño para generar diálogos en todos los temas imaginables. Nada fue impedimento. Hablábamos de la empresa y de su visión cristiana, de lo que acontecía en su entorno familiar y en el mío, de Dios y de libros, de sus pesares, culpas e inquietudes. Era muy crítico con los representantes del poder de Dios y su diálogo con el creador era implacable. En 2002, cuando murió su esposa Carmen a quien adoró, viví de cerca su profundo dolor. En nuestros encuentros me compartió los álbumes de fotografías que como terapia se puso a compilar, sus diarios desde jovencito, sus escritos y discursos, inclusive las poesías que le escribía a su mujer expresándole la frustración que sentía por no haber estado más cerca de ella, por no saber que se le adelantaría, por haberse dedicado con tal enjundia a sus proyectos sin compartirlos con mayor cercanía con ella.
Nada mitigaba su tristeza, el sentimiento de culpa, siempre se auto flageló con exigencias desmedidas en todos los frentes. Confesaba que la brutal pérdida había sido su primer caída irremediable, antes de ello estaba acostumbrado a trabajar con tesón y riesgos calculados para alcanzar el éxito. Me atrevo a pensar que, aunque estuvo lúcido y activo casi hasta el final, desde él día que ella partió de manera intempestiva, él comenzó a morir, deseoso de estar con ella. Temía que al ser tan longevo, tuviera que soportar otra perdida más. La de su adorada Carmen había sido más que suficiente.
Su discurso con los jóvenes, con los más cercanos, inclusive con mis hijos porque muy a menudo comía en mi casa con mi familia, era tratar de enseñar a las parejas a amarse, a escucharse más, a compartir de manera estrecha el camino respetando las necesidades de la mujer. Aún hoy me conmueve recordarlo en ese rol, repartiendo libros que autografiaba “sólo para él”, y “sólo para ella”, para que hubiera armonía en la pareja.
Ese era don Lorenzo, pero era también el filósofo, el hombre de ideas, el ser congruente, puntual y trabajador, el luchador apasionado, el imán que unía gente para alcanzar sueños. Como hijo de inmigrantes creía que había que trabajar lo doble y gastar la mitad. Anotaba sus ideas en una tarjetita que siempre llevaba en la solapa del saco. Ahí apuntaba lo que se proponía y lo que prometía. Si hoy se comprometía a mandar un artículo, a hacer una llamada, o a resolver algún asunto, ese mismo día lo hacía. No se dormía con pendientes. Su disciplina, tenacidad y humildad eran sorprendentes.
Su mayor preocupación era el destino de México. Aún en las mayores crisis económicas de la historia reciente y a contracorriente de lo que hicieron otros empresarios, él creyó en México, trabajó por México y reinvirtió su capital en México.
Le irritaba la pobreza, lo indignaba la estulticia, corruptelas y pasividad de los gobernantes. No podía entender que México, un país de gente buena y noble, un país con tanta riqueza natural, humana y cultural, no pudiera ser una potencia económica. No toleraba la fuerza y privilegios de sindicatos con prerrogativas desmedidas como el de Educación, el IMSS, Pemex o el de la CFE, a quienes llamaba “la aristocracia obrera”. Pugnaba por que se hicieran reformas sustanciales que cambiaran el rumbo. Creía asimismo en la educación como motor de cambio y no escatimó esfuerzos e iniciativas para lograr su objetivo.
Creía que la sociedad civil debía movilizarse para participar en política, para ocupar puestos de elección, para exigir rendición de cuentas a los gobernantes. Recuerdo que en uno de sus cumpleaños, a sus nietos y bisnietos, a sus amigos, nos dirigió unas palabras en las que se refirió a los problemas urgentes de México. Nos instó a comprometernos, a incidir para transformar el país que él tanto amaba, en el que siempre creyó.
¿Él te pidió que le escribieras su biografía, que hicieras el libro “Al grano”?
Para nada, siempre se opuso, pero yo me empeñé. Me irritaba haber aprendido tanto de él y no compartir su lucidez con otros. Lo sentía un acto de egoísmo de mi parte. Un día, sin más, le solté que haría una biografía suya. No estuvo de acuerdo, tenía ya un proyecto en camino con su amigo el historiador Jean Meyer. Yo no cejé. Continué tomando notas de nuestros encuentros, de sus diarios, de sus discursos, y seguí preguntando la historia.
Años después, al constatar que el libro con Meyer no había prosperado, volví a decirle que yo no había quitado el dedo del renglón: escribiría su biografía. Le dije que de hecho, yo había generado por escrito un exhaustivo diálogo imaginario aludiendo a su vida, le pedí que lo revisáramos juntos para evitar erratas. Estaba reacio, pero aceptó que cada lunes por la tarde, después de su comida familiar, nos sentáramos de dos a tres horas a discutir ideas de mi propuesta.
Yo le leía y él lidiaba conmigo. Me criticaba de terca, pero al final cooperaba porque reconocía que yo había hecho la tarea, que sabía casi todo de él, que le ayudaba a recordar momentos olvidados de su historia. Trabajamos durante casi dos años, a menudo también los miércoles en la tarde en mi casa.
Cuando el libro era ya inevitable, impuso una condición. Aceptaría sólo si también entrevistaba a su primo Jaime Jorba, con quien fundó Bimbo, y a su hermano Roberto, a quien le pasó la estafeta. Sentía una deuda profunda con ambos. Aunque don Lorenzo era mi objetivo, estuve de acuerdo. Ellos dos, Jorba y Roberto, fueron personajes difíciles: el primero porque no toleraba que una mujer hiciera las preguntas; el segundo, porque tenía motivos personales para no ser biografiado.
No cejé hasta ganarme la confianza de ambos. Al final, tenerlos también a ellos, implicó ganar porque ambos aludieron a los puntos débiles de la personalidad de don Lorenzo y enriquecieron mi libro, pude retratar aún más a un personaje de carne y hueso, visto por la mirada crítica de los cercanos. Ambos se quejaban del látigo de don Lorenzo, de su inquebrantable voluntad para el trabajo llevado en ocasiones a un extremo insoportable. Jaime decía que padecía “lorencitis aguda”, le llamaba “don Manualito”, porque Lorenzo Servitje para todo quería hacer un manual. Escribir Al grano fue una pasión. Fue tanto el trabajo, tanta la dedicación, que decidí llevar el proceso de escritura hasta el final. Sin ser yo editora, fundé una editorial: Khálida Editores, para publicarlo y cuidarlo hasta el último detalle, inclusive para asegurarme que estuviera en todos los puntos de venta. Me entregué de manera total.
FOTO: ARCHIVO EL UNIVERSAL
Y los lectores te lo agradecemos, con “Al grano” lograste que Don Lorenzo se abriera de capa y dista de ser un recuento institucional, ¿su familia te lo agradeció?
Hoy quizá sí lo agradecen, en su momento no estaban muy contentos, hubieran preferido tener más control de cómo conté la historia. Al grano no fue una biografía autorizada; es cierto, no es un recuento oficial.
¿Por qué lo dices?
Esa historia nunca la he contado de manera pública. La publicación de Al grano fue muy difícil tanto para don Lorenzo como para mí, pero por fortuna eso quedo atrás.
Perdóname que insista, ¿a qué te refieres?
Cuando tuve en mis manos el primer ejemplar de Al grano. Vida y visión de los fundadores de Bimbo, corrí a casa de don Lorenzo para mostrárselo. Besó el libro, me lo dedicó amorosamente y me bendijo. Estaba feliz, rodaron lágrimas de sus ojos.
Por supuesto él había leído el manuscrito y había aceptado que incluyera los aspectos espinosos de su vida. Específicamente: el retiro de la publicidad de Bimbo del Canal 40 cuando en el programa de Carmen Aristegui y Javier Solórzano por vez primera hablaron de la pederastia de Maciel, en aquel momento un tema desconocido, una cruz con la que don Lorenzo tuvo que cargar por apoyar a su hermano Roberto; la transición en la dirección de Bimbo; y el por qué su hijo Lorenzo, un esperado hombre después cinco mujeres, no siguió sus pasos en la empresa, un doloroso episodio que fue fundamental en su vida.
Faltando un mes para la presentación del libro en el Club de los Industriales, comencé con la publicidad en todos los diarios. Ante el primer alarde, surgió una franca oposición de los hijos de don Lorenzo y de Bimbo mismo. Acostumbrados a jugar un rol fuera de foco, familia y empresa se sentían demasiado expuestos y emprendieron todos los esfuerzos imaginables para frenar la difusión y la presentación de Al grano. Ante la presión familiar, cuatro de los cinco presentadores programados me cancelaron. Sólo quedó don Alfredo Achar.
Esas semanas fueron terribles para don Lorenzo y para mí. Él me avisó que no vendría, no toleraba la oposición de los más cercanos, y yo, desolada, estuve a punto de claudicar. Don Lorenzo me llamaba a menudo, me confesaba que él también estaba sufriendo mucho, que se sentía contra la pared, que no quería pelearse con sus hijas. Ambos habíamos depositado en ese proyecto tiempo y enorme cariño, de mi parte había profunda admiración y respeto a
su persona.
Una noche antes del día tan anunciado, me llamó para decirme que cambió de opinión, que aunque fuera solo, sí vendría conmigo. Me confesó que una nieta suya había leído el libro y le había dicho que ahora sí lo conocía, que a partir de lo que yo escribí lo quería y respetaba aún más. Ese incidente, y las llamadas de Alfredo Achar y de Roberto Sánchez Mejorada, lo hicieron reflexionar y ahí estuvo conmigo en la mesa. Para mí, esa noche con el Club de los Industriales a tope, con más de setecientas personas presentes, resultó inolvidable. Muy pocos sabían lo difícil que había sido llegar a ese momento. Jamás lo conté públicamente, pero aún hoy, que lo recuerdo, me conmueve su fortaleza, su congruencia y valentía.
En un papelito que iba y venía entre nosotros esa noche sentados en el estrado, me escribía que no se quedaría hasta el final, que debía irse para evitar mayores problemas. Finalmente se quedó, nos escuchó a los tres presentadores: a su querido amigo Alfredo Achar; las palabras de Josefina Vázquez Mota, entonces secretaria de Educación, a quien convencí esa mañana que algo escribiera porque don Lorenzo sí iría a la presentación y quien envió a Consuelo Sáizar a leer su discurso, y a mí que le expresé profunda gratitud.
Casi un año después, festejó sus noventa años en su casa y le pidió a sus hijos que me invitaran. Me presentó como “testigo de su vida”. Así se rompió un poco el hielo, así mostró su convicción.
FOTO: ARCHIVO EL UNIVERSAL
¿Y cómo surgieron luego las 100 rebanadas de sabiduría empresarial?
Siete años después de aquel incidente, en una comida en mi casa le dije a don Lorenzo que siempre me quedé con la espina de cernir su pensamiento, sus ideas, y que quería escribir un nuevo libro titulado Cien rebanadas de sabiduría empresarial. Consejos que escuché de Lorenzo Servitje, para reflejar de manera contundente las líneas rectoras de su pensamiento, a fin de que los jóvenes hallaran en su vida una decisiva fuente de inspiración.
Sonrió con mi propuesta, temió que nuevamente comenzara una guerra, pero no me disuadió. Un par de meses después le llevé las cien rebanadas para que las leyera. Editorial Planeta las publicaría y reeditaría también Al grano, en una versión actualizada. Las leyó de golpe en un par de días, no sólo aceptó las rebanadas, sino que me incluyó de su puño y letra una más, la número cien: “Un bromista dice y en la vejez yo lo adopto, sé siempre moderado, al peligro no te arrojes, pero si ya estás ensartado, ni te aflijas, ni te aflojes”. Esas Cien rebanadas de sabiduría empresarial fue un nuevo parteaguas. Un inesperado parteaguas. La familia quedó feliz con este libro que, sin publicidad ni presentaciones, se ha movido de boca en boca y ha llegado a muchos hogares donde ha servido de ejemplo y motivación.
En junio pasado don Lorenzo me pidió que lo visitara en su casa, quería despedirse de mí. Yo no sabía qué le había parecido el libro ya impreso. Tres de sus hijas estaban en casa y, para mi sorpresa, me pidieron que les dedicara ejemplares. Él me agradeció amorosamente que lo hubiera escrito. Con sus ojos brillantes, levantando las manos, se despidió de mí con una frase que no olvidaré: “Al final ganamos, Silvia. Lo logramos”. Con esas palabras gozosas cerró aquel difícil capítulo de ser biografiado.
¿Qué te deja en lo personal Don Lorenzo?
No tengo palabras para agradecer su cercanía, su amistad. Tuve el privilegio de escuchar sus consejos, gocé de su confianza, con el vínculo pudimos romper diques de incomprensión en su familia y en la mía. Además, como él lo decía fui testigo de su larga vida, una provechosa vida que está contenida en estos dos libros. Él ahí estuvo para escucharme y brindarme lecciones de vida, para compartir el pan y la mesa, para estimularme a ser su biógrafa.
Estuvo conmigo para darme lecciones de integridad y valentía. Fuimos familia. Estuvo en las fiestas y en las bodas. Estuvo cuando gané el Premio Nacional de Periodismo. Estuvo también cuando presenté mi libro Por la izquierda. Medio siglo de historias en el periodismo mexicano contadas por Miguel Ángel Granados Chapa. Escuchó en primera fila a Carmen Aristegui, presentadora y prologuista del libro. No le temió al tema ni a los flashazos de la prensa. Ahí estuvo, escuchando ideas opuestas a su pensamiento, con personajes no afines a su visión de mundo. Estuvo también en las subastas de cucharas de albañil, hizo varias piezas que subastamos para la fundación Construyendo y Creciendo, un reto que asumimos como familia para educar albañiles.
Lo voy a extrañar. Sin duda marcó a mi familia, me dictó el rumbo y lo tendré siempre en mi pensamiento.